miércoles, 11 de diciembre de 2013

Relato presentado al Premio "Cosecha Ñ"

Relato presentado al Concurso de relato "Cosecha Ñ" (revista Cosecha Ñ).

Pseudónimo: "Arturo Gordon".


EL NIÑO QUE VIVÍA EN UN ADULTO
(Tiempos de escuela y sentimiento)

Todavía recuerdo ese frío húmedo, de aquellas mañanas de invierno, que se nos metía en los huesos mientras formábamos en el patio para escuchar el “Cara al sol”. El caduco himno salía por un gris altavoz colocado en lo alto de una farola de idéntico color; una fantasmagórica farola larga y curvada en su extremo. La música salía desgastada y mortecina, como si se arrastrasen las notas. Un año después, cuando apenas unas pocas hojas se sostenían en las copas de los árboles que jalonaban el patio de recreo de mi colegio, moriría Franco. Pero antes de que tuviese lugar ese crucial hecho histórico, permanecen en mi memoria numerosos instantes, sensaciones y experiencias de aquel curso 1974-75 de quinto de EGB en el Colegio Nacional Martínez Barrios.
 Recuerdo ese mismo frío cuando, en la Plaza de la Ciudadela (hoy muy cambiada), esperábamos la llegada del autobús que tenía que trasladarnos al colegio desde allí. Todavía conservo la imagen de aquella plaza enorme, triste, grisácea y desangelada.
 El “coche” (como muchos compañeros lo llamaban), lucía en su luna trasera un cartel cuadrado y amarillento en el que se podían ver, esquematizadas, las geométricas figuras de un niño y una niña (en un amarillo más vivo). Parecían sustentarse sobre dos palabras impresas en negras letras mayúsculas: TRANSPORTE ESCOLAR. Hasta su aparición (siempre nos quedaban unos minutos), matábamos el tiempo intentando asomarnos a la resbaladiza tapia de cemento que rodeaba el manicomio para intentar ver algún “loco” o “loca” paseando sueltos por el patio. Otras veces, lanzábamos piedras a algunas ratas que deambulaban, como somnolientas, por el interior de una pequeña acequia forrada de hierbajos que, pegada a la base del muro, hacía las veces de un foso de castillo medieval a pequeña escala que intentaba aumentar la separación entre el sanatorio mental y la plaza. Aunque casi nunca veíamos circular agua por esa verde canaleta, tanto ésta como el ribazo poblado de hierbas que parecía cimentar el comienzo de la muralla, estaban casi siempre húmedos. El barro, que aparecía enseguida si pisabas con fuerza, impregnaba de forma traicionera las suelas de zapatos, zapatillas deportivas e incluso de las botas, dificultando más aún la “escalada” de la tapia. Algunos chicos, por gozar de mejor condición física y altura, conseguían auparse con más facilidad por encima de ella.
A veces, alguno gritaba señalando: ¡Eh! ¡Allí hay uno!

La verdad es que ratas, sí que vi, y bastantes, pero locos, lo que se dice locos (o locas), jamás pude ver ninguno. Los roedores, algunos de considerable tamaño, le plantaban cara a más de uno dejándole con la piedra en la mano, la mirada asustada y el cuerpo paralizado, tras haber fallado con el primer proyectil e impactar éste a escasos centímetros del objetivo. Algunas de esas ratas eran casi del tamaño de un gato doméstico o un conejo y, cuando se te quedaban mirando fijamente con una mezcla de odio y advertencia en su expresión, se te quitaban las ganas de seguir apedreándolas. A veces, incluso abrían la boca y se ponían de pie exhibiendo sus incisivos y sus uñas en actitud amenazadora.

Recuerdo, casi con la mejilla pegada a la ventanilla del bus, impregnarla con el calor de mi aliento para desempañar el rayado vidrio. Me gustaba ver como transcurría el paisaje a través de ese ojo de cristal como si de una película se tratase. En el trayecto que hacíamos, destacaba una tapia de color beis larguísima, casi interminable y con letras gigantescas (cada una ocupaba una pared), en la que se podía leer: fábrica española del acumulador Tudor. Era como un gigantesco “fuerte”, de aquellos de “Comansi”, con humeantes chimeneas en su interior. Sin embargo, las únicas flechas que veíamos eran los indicadores de carretera.  Cuando llegábamos al picudo rótulo de “Venta del Olivar”, ese paisaje industrial se transformaba en otro mucho más verde y amable que nos acompañaba más despacio, casi como si fuésemos caminando a su lado.
 El autocar nos dejaba en una plaza muy próxima a la puerta de entrada del centro. Nada más bajar de él, me iba a buscar a mi amigo Jesús. Vivía en una humilde casa baja de agrietadas paredes encaladas a la que se accedía bajando una pronunciada cuesta. Casi siempre salía con el tiempo justo y era yo el que tenía que esperarlo. Recuerdo su cara de sueño y, sobre todo, las amorosas manos de su madre peinándole con cariño pero también con determinación con un peine negro y alargado. Luego, del bolsillo de su bata, la madre sacaba un bocadillo envuelto en unas servilletas de papel que introducía en su cartera, le tomaba la cabeza entre sus castigadas y enrojecidas manos, y besaba varias veces cada una de sus mejillas. Después, me miraba, me sonreía y, con una de esas manos cuya calidez contrastaba con el frío del exterior, acariciaba mi cara y, cogiéndome por la barbilla, me hacía alzar levemente la frente y la besaba una única vez. En numerosas ocasiones, teníamos que echar a correr para llegar a la primera clase.


Recuerdo los nombres de muchos compañeros y compañeras de aquel curso. Además de Jesús (que años después supe que trabajaba como chatarrero), Mario y, sobre todo, Luis Antonio, eran mis otros dos grandes amigos. El primero, hijo de albañil, tenía en su cara la expresión de un osito de peluche. Sus grandes ojos claros eran la personificación de la bondad. Era tranquilo, de ademanes pausados, y un excelente compañero siempre dispuesto a ayudar. Luis Antonio, sin embargo, era muy distinto. Aunque serio, era alegre y comunicativo. Tras sus gafas de montura de pasta marrón se entreveía una mirada inteligente y vivaracha, más de persona adulta que de niño. Le encantaban los trenes (su padre era jefe de estación) tanto si eran reales como de juguete y fue, sin duda, mi mejor amigo de infancia.
En cuanto a las chicas, que nos superaban en número y, casi a la mayoría de nosotros, en picardía y astucia, me acuerdo de los azules ojos de Yolanda, de la amable seriedad de Águeda, de las pecas y la gracia de Merche y de la belleza de Marisa. Pero hay dos que fueron muy importantes para mí: Amparo y Rosa. De la primera, me enamoré locamente (fue un primer amor no correspondido). La segunda, Rosa, sentía por mí ese algo especial, y me descubrió las primeras sensaciones carnales despertando en mí una sensualidad hasta entonces dormida.

Recuerdo a Begoña, la maestra de quinto curso que nos tocó ese año. Aunque a todos los profesores nos teníamos que dirigir con el Don o Doña por delante, con Begoña la verdad es que a todos nos costaba. Aunque para nosotros, que éramos niños, era una mujer hecha y derecha, Begoña tendría por entonces unos veinticinco años. Era una maestra joven, alta, delgada y de tez morena. A menudo, tenía una sonrisa o una palabra amable para nosotros y siempre llevaba su negro pelo recogido. Tras haber tenido como profesoras a Dña. María, Dña. Mª Teresa o Dña. Victoria, llevar a Begoña como tutora suponía recibir un soplo de brisa fresca tanto a nivel educacional como humano.

Recuerdo, como si le estuviese viendo ahora mismo, al director del colegio: D. Lorenzo. Vestido siempre de eterno traje oscuro y, sin separarse jamás de su cajetilla de “Ideales”, andaba siempre con ritmo cansino, como si arrastrase los pies. Cuando se dirigía a nosotros con su voz grave y aguardentosa, infundía respeto a pesar de su poco agraciado aspecto físico. Cuando esa cavernosa voz sonaba a través del altavoz del largo comedor, o del situado en el exterior del patio, era prácticamente imposible entender lo que nos decía. A veces, si te encontrabas con él por un pasillo, te cogía una de las orejas con el índice y el pulgar de cualquiera de sus manos y, sin venir a cuento, te la retorcía muy despacio ejerciendo una moderada presión mientras te miraba fijamente con esas enormes bolsas que brotaban de sus párpados. Era entonces cuando exclamaba: ¡Qué pajarito! ¡Qué pajarito! Después, te daba una suave palmada en el cogote y lo veías alejarse con su característico andar deslucido.

Recuerdo cuando sonaba el timbre que, a media mañana, hacía que guardásemos apresuradamente cuadernos y libros en el cajón del pupitre y saliéramos en tropel al patio de juegos. Ese mismo timbre que, día a día señalaba el comienzo de una clase o el final de otra, parecía distinto cuando, a las once en punto, anunciaba la hora del recreo. En esa media hora de libertad, mientras unos se ponían rápidamente a jugar al fútbol, yo era uno de los que salían disparados hacia la puerta del colegio y, cruzando esa frontera que en tan contadas ocasiones nos estaba permitido franquear, seguía corriendo hacia la plaza donde se encontraba la furgoneta de Pepe “el bollero”. El pequeño vehículo de reparto Renault 4 de Pepe, el panadero del barrio (aunque nosotros lo llamábamos siempre “el bollero”), era prácticamente invisible. Por mucho que corrieras, cuando llegabas a él, una muchedumbre de niños se agolpaba a su alrededor de tal manera que era difícil llegar a ver, no sólo la furgoneta, sino incluso al propio Pepe. Cuando conseguías abrirte paso con las dos pesetas y media encerradas en el apretado puño de una de las manos, lo más que conseguías ver era el lateral interior de la puerta trasera abierta de par en par y a Pepe de medio cuerpo para arriba (porque los más pequeños se abrazaban a sus piernas temerosos de ser empujados o aplastados por otros niños más mayores). El bueno de Pepe, con una paciencia de santo, siempre intentaba convencernos de lo mismo: ¡Tranquilos niños, tranquilos, que hay bollos para todos! Pero, aunque su honradez era indudable, todos sabíamos que eso no era cierto. Muchos habíamos vivido, en nuestras propias carnes, la terrible sensación de derrota que se sentía al alcanzar el objetivo, tras una denodada lucha cuerpo a cuerpo, con las monedas ardiendo dentro del cerrado puño y guiados por el inconfundible aroma de los bollos, y comprobar, estupefactos, que el preciado manjar azucarado se había terminado. En ese instante, la mezcla del cansancio unido a la sensación de hambre que parecía devorarte el vacuo estómago, generaba una frustración tan grande que ésta sólo podía aumentar cuando “el bollero” intentaba consolarte ofreciéndote como alternativa unos “sabrosos” colines o un “tierno y blanco” panecillo. El verdadero consuelo era que algún generoso compañero se apiadase de ti y te diera un trozo de su propio bollo o bocadillo. Era difícil conseguir que los muy glotones (aunque solían comprarse dos bollos) accediesen a venderte uno. Para los que no traíamos el bocadillo hecho desde casa, la única opción válida era alcanzar la meta: llegar hasta Pepe, soltar en su enorme mano las calientes monedas, y recibir a cambio ese dulce manjar que parecía un trébol de cuatro hojas, unidas éstas por nervios de azúcar. Cuando te lo ofrecía y lo apretabas entre tus dedos, podías ya percibir con más intensidad ese inigualable aroma que te había guiado olfativamente desde la mitad del camino. El carrerón, los empujones, la rojez de la palma de la mano e incluso las circulares marcas de las monedas, se olvidaban cuando mordías esa delicia tan tierna y exquisita. Las mujeres del barrio sólo osaban acercarse al bollero cuando los últimos asaltantes de tan confitada mercancía abandonaban su causa.

Pero, si de algo tengo un recuerdo imborrable de aquel curso, es de la excursión que hicimos al Monasterio de Piedra. Transcurrían esos últimos días primaverales que, entrando ya el mes de junio, anuncian la inminente llegada del verano. Los exámenes de la quinta y última evaluación habían concluido y ya sólo faltaba esperar las notas. Todos, tanto buenos como malos estudiantes, contábamos cada día, cada minuto que quedaba para ese maravilloso viaje. El calor reinante, el exceso de luz, el trinar de los pájaros en los árboles y los sonidos del vuelo de los insectos, eran para muchos un motivo de distracción continua que entraba a través de unas abiertas y rayadas ventanas que ahora ofrecían una hermosa vista, no sólo del florido patio de recreo, sino de todo el verde paisaje de huertos y árboles que se divisaban desde esos cuadrados ojos de madera que nos permitían asomarnos a la realidad a un puñado de afortunados cuyo pupitre estaba pegado a esa pared. La última clase de la mañana pero, sobre todo, la de después de comer, eran difícilmente soportables. Sólo algunas breves ráfagas de brisa ayudaban a mitigar ese sopor casi veraniego que casi todos sentíamos desde el comienzo de la tarde.
La víspera del viaje (el catorce de junio por la tarde), D. José-Luis, el profesor de ciencias naturales, nos confirmó al término de la clase con estas palabras la excursión del día siguiente: “¡Bueno chicos, como sabéis, mañana viernes a las nueve de la mañana saldrá desde la puerta del colegio el autobús que os llevará a visitar el extraordinario Monasterio de Piedra y su entorno. Espero que, además de disfrutar de un día de esparcimiento, pongáis atención en adquirir cuantos conocimientos se pongan a vuestro alcance, tanto sobre el medio natural como sobre el histórico. Feliz viaje a todos! ”


Y por fin llegó el gran día. Aquella mañana, las caras somnolientas eran igual o más abundantes que en cualquier otra, pero se imponía una gran diferencia. A nadie le había importado madrugar incluso más de lo habitual. Era evidente que, muchos, con la emoción, no habíamos dormido bien la noche anterior. A las nueve y pocos minutos, treinta y cinco alumnos de la clase de quinto partíamos hacia, el que sonaba como misterioso, Monasterio de Piedra. Fundado en 1194 por Gaufrido de Rocoberti en compañía de trece monjes de Poblet (Tarragona) pertenecientes a la orden del Císter, el antiguo castillo de Piedra Vieja se había convertido en monasterio auspiciado por el rey D. Alfonso II de Aragón, en un primer momento, y luego por su hijo Pedro II el Católico y su nieto D. Jaime I el conquistador. El cenobio estaba rodeado de una muralla de mármol sin labrar que atestiguaba su carácter de fortaleza feudal. La maestra nos aclaró que el nombre de Piedra no era porque este material, lógicamente utilizado en su construcción, dotase al monasterio de un aspecto rocoso e inaccesible. Muy al contrario, Piedra era un río que, lleno de vida, se dividía en tres brazos para formar un parque natural en el entorno del Monasterio. Un río que se retorcía, como por arte de magia, creando espectaculares grutas y cascadas de singular belleza: Los Fresnos, El Vergel, La Carmela, El Torrente de los Mirlos, La Caprichosa y, como olvidarla, la formidable “Cola de Caballo” de noventa metros de altura.
Con la boca abierta asistíamos a la disertación de la maestra que, demostrando oficio y verbo fácil, nos hacía imaginar, con su encantadora voz, ese paraíso natural de verdes praderas, tupidas alamedas y arroyos cristalinos. Las truchas, barbos y cangrejos eran habitantes cotidianos del Piedra aunque, con suerte, quizá pudiésemos ver alguna nutria e incluso un ibérico buitre leonado de las colonias que poblaban los cercanos desfiladeros de Calmarza.
Una vez allí, acompañados de un guía y de nuestra inseparable maestra, recorrimos desde estancias de un gótico primitivo (como la sala capitular) hasta el remozado palacio abacial de estilo neoclásico.


Visitar el exterior fue, sin duda, mucho más gratificante y sorprendente. Aunque la familia Muntadas había cuidado con mimo (desde 1840) de ese formidable parque, la naturaleza, con su salvaje sencillez, se mostraba con una belleza insuperable. En determinado instante, Rosa me cogió de la mano y, sin que nadie se diese cuenta, tiró de mí hasta que nos separamos del grupo. Guiados por la atenuada luz de lindos sauces, ella me llevó hasta la cercana cascada del Baño de Diana. Mientras una atmósfera compuesta de finísimas gotas nos bañaba la piel, la luz se descomponía mostrándonos todos los colores del arco iris. Entonces, Rosa me miró, y yo pasé de admirar aquel hipnótico paisaje a escrutar cada centímetro de su bello y perlado rostro. Sin decirnos nada, ella posó sus cálidos y carnosos labios sobre los míos en un largo y cadencioso beso que puso a galopar mi corazón como lo haría un veloz potro en su esplendor físico. El tiempo se detuvo, no sé cuanto, mientras degustaba sus labios y su boca. Sólo el grito que nos lanzó Satur permitió que saliese de aquel estado casi nirvánico:

¡Eh! ¡Venid aquí, que os vais a perder!



Y ahora mismo, tras más de treinta otoños, con mis ojos bañados en melancolía, observo, desde mi ventana, las casi peladas copas de los viejos álamos de la plaza. Y recuerdo a los árboles que rodeaban mi patio de recreo.
Como aquellas hojas que caían a modo de amarronadas lágrimas mecidas por el viento, fragmentos otoñales que ya no eran más que un vano recuerdo de aquellas hojas verdes, nervudas y llenas de vida que habían sido; como el acompasado vaivén de esas hojas que el tiempo había transformado en ocres y quebradizas láminas polvorientas. Así afloran mis recuerdos de aquellos años de infancia y escuela, de primeros amores, de pantalón corto y de pupitre.


Por : ARTURO GORDON



Enlace a la publicación del relato seleccionado.
http://www.revistaparaleer.com/cuentoAutores/cuentoFicha/1863

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