Pseudónimo: "Arturo Gordon".
EL
NIÑO QUE VIVÍA EN UN ADULTO
(Tiempos
de escuela y sentimiento)
Todavía
recuerdo ese frío húmedo, de aquellas mañanas de invierno, que se
nos metía en los huesos mientras formábamos en el patio para
escuchar el “Cara al sol”. El caduco himno salía por un gris
altavoz colocado en lo alto de una farola de idéntico color; una
fantasmagórica farola larga y curvada en su extremo. La música
salía desgastada y mortecina, como si se arrastrasen las notas. Un
año después, cuando apenas unas pocas hojas se sostenían en las
copas de los árboles que jalonaban el patio de recreo de mi
colegio, moriría Franco. Pero antes de que tuviese lugar ese crucial
hecho histórico, permanecen en mi memoria numerosos instantes,
sensaciones y experiencias de aquel curso 1974-75 de quinto de EGB
en el Colegio Nacional Martínez Barrios.
Recuerdo
ese mismo frío cuando, en la
Plaza de la Ciudadela (hoy muy cambiada), esperábamos la llegada
del autobús que tenía que trasladarnos al colegio desde allí.
Todavía conservo la imagen de aquella plaza enorme, triste, grisácea
y desangelada.
El
“coche” (como muchos compañeros lo llamaban), lucía en su luna
trasera un cartel cuadrado y amarillento en el que se podían ver,
esquematizadas, las geométricas figuras de un niño y una niña (en
un amarillo más vivo). Parecían sustentarse sobre dos palabras
impresas en negras letras mayúsculas: TRANSPORTE ESCOLAR. Hasta
su aparición (siempre nos quedaban unos minutos), matábamos el
tiempo intentando asomarnos a la resbaladiza tapia de cemento que
rodeaba el manicomio para intentar ver algún “loco” o “loca”
paseando sueltos por el patio. Otras veces, lanzábamos piedras a
algunas ratas que deambulaban, como somnolientas, por el interior de
una pequeña acequia forrada de hierbajos que, pegada a la
base del muro, hacía las veces de un foso de castillo medieval
a pequeña escala que intentaba aumentar la separación entre el
sanatorio mental y la plaza. Aunque casi nunca veíamos circular agua
por esa verde canaleta, tanto ésta como el ribazo poblado de hierbas
que parecía cimentar el comienzo de la muralla, estaban casi siempre
húmedos. El barro, que aparecía enseguida si pisabas con fuerza,
impregnaba de forma traicionera las suelas de zapatos, zapatillas
deportivas e incluso de las botas, dificultando más aún la
“escalada” de la tapia. Algunos chicos, por gozar de mejor
condición física y altura, conseguían auparse con más facilidad
por encima de ella.
A
veces, alguno gritaba señalando: ¡Eh! ¡Allí hay uno!
La
verdad es que ratas, sí que vi, y bastantes, pero locos, lo que se
dice locos (o locas), jamás pude ver ninguno. Los roedores,
algunos de considerable tamaño, le plantaban cara a más de uno
dejándole con la piedra en la mano, la mirada asustada y el cuerpo
paralizado, tras haber fallado con el primer proyectil e impactar
éste a escasos centímetros
del objetivo. Algunas de esas ratas eran casi del tamaño de un gato
doméstico o un conejo y, cuando se te quedaban mirando fijamente con
una mezcla de odio y advertencia en su expresión, se te quitaban las
ganas de seguir apedreándolas. A veces, incluso abrían la boca y se
ponían de pie exhibiendo sus incisivos y sus uñas en actitud
amenazadora.
Recuerdo,
casi con la mejilla pegada a la ventanilla del bus, impregnarla con
el calor de mi aliento para desempañar el rayado vidrio. Me gustaba
ver como transcurría el paisaje a través de ese ojo de cristal como
si de una película se tratase. En el trayecto que hacíamos,
destacaba una tapia de color beis larguísima, casi interminable y
con letras gigantescas (cada una ocupaba una pared), en la que se
podía leer: fábrica española del acumulador Tudor. Era como un
gigantesco “fuerte”, de aquellos de “Comansi”, con humeantes
chimeneas en su interior. Sin embargo, las únicas flechas que
veíamos eran los indicadores de carretera. Cuando llegábamos al
picudo rótulo de “Venta del Olivar”, ese paisaje industrial se
transformaba en otro mucho más verde y amable que nos acompañaba
más despacio, casi como si fuésemos caminando a su lado.
El
autocar nos dejaba en una plaza muy próxima a la puerta de entrada
del centro. Nada más bajar de él, me iba
a buscar a mi amigo Jesús. Vivía en una humilde casa baja de
agrietadas paredes encaladas a la que se accedía bajando una
pronunciada cuesta. Casi siempre salía con el tiempo justo y era yo
el que tenía que esperarlo. Recuerdo su cara de sueño y, sobre
todo, las amorosas manos de su madre peinándole con cariño pero también con
determinación con un peine negro y alargado. Luego, del bolsillo de
su bata, la madre sacaba un bocadillo envuelto en unas servilletas de
papel que introducía en su cartera, le tomaba la cabeza entre sus
castigadas y enrojecidas manos, y besaba varias veces cada una de
sus mejillas. Después, me miraba, me sonreía y, con una de esas
manos cuya calidez contrastaba con el frío del exterior, acariciaba
mi cara y, cogiéndome por la barbilla, me hacía alzar levemente la
frente y la besaba una única vez. En numerosas ocasiones, teníamos
que echar a correr para llegar a la primera clase.
Recuerdo
los nombres de muchos compañeros y compañeras de aquel curso.
Además de Jesús (que años después supe que trabajaba como
chatarrero), Mario y, sobre todo, Luis Antonio, eran mis otros dos
grandes amigos. El primero, hijo de albañil, tenía en su cara la
expresión de un osito de peluche. Sus grandes ojos claros eran la
personificación de la bondad. Era tranquilo, de ademanes pausados, y
un excelente compañero siempre dispuesto a ayudar. Luis Antonio,
sin embargo, era muy distinto. Aunque serio, era alegre y
comunicativo. Tras sus gafas de montura de pasta marrón se
entreveía una mirada inteligente y vivaracha, más de persona adulta
que de niño. Le encantaban los trenes (su padre era jefe de
estación) tanto
si eran reales como de juguete y fue, sin duda, mi mejor amigo de
infancia.
En
cuanto a las chicas, que nos superaban en número y, casi a la
mayoría de nosotros, en picardía y astucia, me acuerdo de los
azules ojos de Yolanda, de la amable seriedad de Águeda, de las
pecas
y la gracia de Merche y de la belleza de Marisa. Pero hay dos que
fueron muy importantes para mí: Amparo y Rosa. De la primera, me
enamoré locamente (fue un primer amor no correspondido). La segunda,
Rosa, sentía por mí ese algo especial, y me descubrió las primeras
sensaciones carnales despertando en mí una sensualidad hasta
entonces dormida.
Recuerdo
a Begoña, la maestra de quinto curso que nos tocó ese año. Aunque
a todos los profesores nos teníamos que dirigir con el Don o Doña
por delante, con Begoña la verdad es que a todos nos costaba. Aunque
para nosotros, que éramos niños, era una mujer hecha y derecha,
Begoña tendría por entonces unos veinticinco años. Era una maestra
joven, alta, delgada y de tez morena. A menudo, tenía una sonrisa o
una palabra amable para nosotros y siempre llevaba su negro pelo
recogido. Tras haber tenido como profesoras a Dña. María, Dña. Mª
Teresa o Dña. Victoria, llevar a Begoña como tutora suponía
recibir un soplo de brisa fresca tanto a nivel educacional como
humano.
Recuerdo,
como si le estuviese viendo ahora mismo, al director del colegio: D.
Lorenzo. Vestido siempre de eterno traje oscuro y, sin separarse
jamás de su cajetilla de “Ideales”, andaba siempre
con ritmo cansino, como si arrastrase los pies. Cuando se dirigía a
nosotros con su voz grave y aguardentosa, infundía respeto a pesar
de su poco agraciado aspecto físico. Cuando esa cavernosa voz
sonaba a través del altavoz del largo comedor, o del situado en el
exterior del patio, era prácticamente imposible entender lo que nos
decía. A veces, si te encontrabas con él por un pasillo, te cogía
una de las orejas con el índice y el pulgar de cualquiera de sus
manos y, sin venir a cuento, te la retorcía muy despacio ejerciendo
una moderada presión mientras te miraba fijamente con esas enormes
bolsas que brotaban de sus párpados. Era entonces cuando exclamaba:
¡Qué pajarito! ¡Qué pajarito! Después, te daba una suave palmada
en el cogote y lo veías alejarse con su característico andar
deslucido.
Recuerdo
cuando sonaba el timbre que, a media mañana, hacía que guardásemos
apresuradamente cuadernos y libros en el cajón del pupitre y
saliéramos en tropel al patio de juegos. Ese mismo timbre que, día
a día señalaba el comienzo de una clase o el final de otra,
parecía
distinto cuando, a las once en punto, anunciaba la hora del recreo.
En esa media hora de libertad, mientras unos se ponían rápidamente
a jugar al fútbol, yo era uno de los que salían disparados hacia la
puerta del colegio y, cruzando esa frontera que en tan contadas
ocasiones nos estaba permitido franquear, seguía corriendo hacia la
plaza donde se encontraba la furgoneta de Pepe “el bollero”. El
pequeño vehículo de reparto Renault 4 de Pepe, el panadero del
barrio (aunque nosotros lo llamábamos siempre “el bollero”), era
prácticamente invisible. Por mucho que corrieras, cuando llegabas a
él, una muchedumbre de niños se agolpaba a su alrededor de tal
manera que era difícil llegar a ver, no sólo la furgoneta, sino
incluso al propio Pepe. Cuando conseguías abrirte paso con las
dos pesetas y media encerradas en el apretado puño de una de las
manos, lo más que conseguías ver era el lateral interior de la
puerta trasera abierta de par en par y a Pepe de medio cuerpo para
arriba (porque los más pequeños se abrazaban a sus piernas
temerosos de ser empujados o aplastados por otros niños más
mayores). El bueno de Pepe, con una paciencia de santo, siempre
intentaba convencernos de lo mismo: ¡Tranquilos niños, tranquilos,
que hay bollos para todos! Pero, aunque su honradez era
indudable, todos sabíamos que eso no era cierto. Muchos habíamos
vivido, en nuestras propias carnes, la terrible sensación de derrota
que se sentía al alcanzar el objetivo, tras una denodada lucha
cuerpo a cuerpo, con las monedas ardiendo dentro del cerrado puño
y guiados por el inconfundible aroma de los bollos, y comprobar,
estupefactos, que el preciado manjar azucarado se había terminado.
En ese instante, la mezcla del cansancio unido a la sensación de
hambre que parecía devorarte el vacuo estómago, generaba una
frustración tan grande que ésta sólo podía aumentar cuando “el
bollero” intentaba consolarte ofreciéndote como alternativa unos
“sabrosos” colines o un “tierno y blanco” panecillo. El
verdadero consuelo era que algún generoso compañero se apiadase de
ti y te diera un trozo de su propio bollo o bocadillo. Era difícil
conseguir que los muy glotones (aunque solían comprarse dos bollos)
accediesen a venderte uno. Para los que no traíamos el bocadillo
hecho desde casa, la única opción válida era alcanzar la meta:
llegar hasta Pepe, soltar en su enorme mano las calientes monedas, y
recibir a cambio ese dulce manjar que parecía un trébol de
cuatro hojas, unidas éstas por nervios de azúcar. Cuando te lo
ofrecía y lo apretabas entre tus dedos, podías ya percibir con
más intensidad ese inigualable aroma que te había guiado
olfativamente desde la mitad del camino. El carrerón, los
empujones, la rojez de la palma de la mano e incluso las circulares
marcas de las monedas, se olvidaban cuando mordías esa delicia tan
tierna y exquisita. Las mujeres del barrio sólo osaban acercarse
al bollero cuando los últimos asaltantes de tan confitada mercancía
abandonaban su causa.
Pero,
si de algo tengo un recuerdo imborrable
de aquel curso, es de la excursión que hicimos al Monasterio de
Piedra. Transcurrían esos últimos días primaverales que,
entrando ya el mes de junio, anuncian la inminente llegada del
verano. Los exámenes de la quinta y última evaluación habían
concluido y ya sólo faltaba esperar las notas. Todos, tanto buenos
como malos estudiantes, contábamos cada día, cada minuto que
quedaba para ese maravilloso viaje. El calor reinante, el exceso de
luz, el trinar de los pájaros en los árboles y los sonidos del
vuelo de los insectos, eran para muchos un motivo de distracción
continua que entraba a través de unas abiertas y rayadas ventanas
que ahora ofrecían una hermosa vista, no sólo del florido patio
de recreo, sino de todo el verde paisaje de huertos y árboles que
se divisaban desde esos cuadrados ojos de madera que nos permitían
asomarnos a la realidad a un puñado de afortunados cuyo pupitre
estaba pegado a esa pared. La última clase de la mañana pero, sobre
todo, la de después de comer, eran difícilmente soportables.
Sólo algunas breves ráfagas de brisa ayudaban a mitigar ese sopor
casi veraniego que casi todos sentíamos desde el comienzo de la
tarde.
La
víspera del viaje (el catorce de junio por la
tarde), D. José-Luis, el profesor de ciencias naturales, nos
confirmó al término de la clase con estas palabras la excursión
del día siguiente: “¡Bueno chicos, como sabéis, mañana
viernes a las nueve de la mañana saldrá desde la puerta del colegio
el autobús que os llevará a visitar el extraordinario Monasterio de
Piedra y su entorno. Espero que, además de disfrutar de un día de
esparcimiento, pongáis atención en adquirir cuantos conocimientos
se pongan a vuestro alcance, tanto sobre el medio natural como
sobre el histórico. Feliz viaje a todos! ”
Y
por fin llegó el gran día. Aquella mañana, las caras somnolientas
eran igual o más abundantes que en cualquier otra, pero se imponía
una gran diferencia. A nadie le había importado madrugar incluso
más de lo habitual. Era evidente que, muchos, con la emoción, no
habíamos dormido bien la noche anterior. A las nueve y pocos
minutos, treinta y cinco alumnos de la clase de quinto partíamos
hacia, el que sonaba como misterioso, Monasterio de Piedra. Fundado
en 1194 por Gaufrido de Rocoberti en compañía de trece monjes de
Poblet (Tarragona) pertenecientes a la orden del Císter, el antiguo
castillo de Piedra Vieja se había convertido en monasterio
auspiciado por el rey D. Alfonso II de Aragón, en un primer
momento, y luego por su hijo Pedro II el Católico y su nieto D.
Jaime I el conquistador. El cenobio estaba rodeado de una muralla de
mármol sin labrar que atestiguaba su carácter de fortaleza
feudal. La maestra nos aclaró que el nombre de Piedra no era
porque este material, lógicamente utilizado en su construcción,
dotase al monasterio de un aspecto rocoso e inaccesible. Muy al
contrario, Piedra era un río que, lleno de vida, se dividía en
tres brazos para formar un parque natural en el entorno del
Monasterio. Un río que se retorcía, como por arte de magia, creando
espectaculares grutas y cascadas de singular belleza: Los Fresnos, El
Vergel, La Carmela, El Torrente de los Mirlos, La Caprichosa y, como
olvidarla, la formidable “Cola de Caballo” de noventa metros de
altura.
Con
la boca abierta asistíamos a la disertación de la maestra que,
demostrando oficio y verbo fácil, nos hacía imaginar, con su
encantadora voz, ese paraíso natural de verdes praderas, tupidas
alamedas y arroyos cristalinos. Las truchas, barbos y cangrejos eran
habitantes cotidianos del Piedra aunque, con suerte, quizá
pudiésemos ver alguna nutria e incluso un ibérico buitre leonado de
las colonias que poblaban los cercanos desfiladeros de Calmarza.
Una
vez allí, acompañados de un guía y de nuestra inseparable
maestra, recorrimos desde estancias de un gótico primitivo (como la
sala capitular) hasta el remozado palacio abacial de estilo
neoclásico.
Visitar
el exterior fue, sin duda, mucho más gratificante y sorprendente.
Aunque la familia Muntadas había cuidado con mimo (desde 1840) de
ese formidable parque, la naturaleza, con su salvaje sencillez, se
mostraba con una belleza insuperable. En determinado instante, Rosa
me cogió de la mano y, sin que nadie se diese cuenta, tiró de
mí hasta que nos separamos del grupo. Guiados por la atenuada luz de
lindos sauces, ella me llevó hasta la cercana cascada del Baño
de Diana. Mientras una atmósfera compuesta de finísimas gotas nos
bañaba la piel, la luz se descomponía mostrándonos
todos los colores del arco iris. Entonces, Rosa me miró, y yo pasé
de admirar aquel hipnótico paisaje a escrutar cada centímetro de su
bello y perlado rostro. Sin decirnos nada, ella posó sus cálidos y
carnosos labios sobre los míos en un largo y cadencioso beso que
puso a galopar mi corazón como lo haría un veloz potro en su
esplendor físico. El tiempo se detuvo, no sé cuanto, mientras
degustaba sus labios y su boca. Sólo el grito que nos lanzó Satur
permitió que saliese de aquel estado casi nirvánico:
- ¡Eh!
¡Venid aquí, que os vais a perder!
Y
ahora mismo, tras más de treinta otoños, con mis ojos bañados en
melancolía, observo, desde mi ventana, las casi peladas copas
de los viejos álamos
de la plaza. Y recuerdo a los árboles que rodeaban mi patio de
recreo.
Como
aquellas hojas que caían a modo de amarronadas
lágrimas mecidas por el viento, fragmentos otoñales que ya no eran
más que un vano recuerdo de aquellas hojas verdes, nervudas y llenas
de vida que habían sido; como el acompasado vaivén de esas hojas
que el tiempo había transformado en ocres y quebradizas láminas
polvorientas. Así afloran mis recuerdos de aquellos años de
infancia y escuela, de primeros amores, de pantalón corto y de
pupitre.
Por
: ARTURO GORDON
Enlace a la publicación del relato seleccionado.
http://www.revistaparaleer.com/cuentoAutores/cuentoFicha/1863
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